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A las 6 y pico

Nofret

Entre tus muros

Entre tus muros

Llegué a vos intrigada. Me senté en un escalón tan pequeño como yo y te observé: eras extraña, enorme, desafiante. Tu perfume me inundó, tan único, tan tuyo. Luego vino el primer día, y el miedo se mezcló con la angustia de no comprender. Me sentí perdida, asustada, y te odié. Y seguí odiándote por cuatro, cinco años. Cualquier excusa era buena para alejarme de vos: la lluvia, un resfrío, hasta un capricho. No te entendía, no me entendías, y me hacías sentir como un pez sobre la arena.

 Hasta que un día llegó alguien, yo me acerqué o ella se acercó, y las palabras apenas hicieron falta: podíamos hablar con la mirada. Entonces tu rostro cambió, y fue el de ella; era llegar, encontrarla, y todo caía en su lugar. Cada pequeña anécdota del día anterior, cada vuelo de nuestras alas de niñas era compartido sin guardar nada. Poco tiempo pasó antes de que, imperceptible, mi odio por vos se fuera diluyendo como un pequeño río en el mar.

 Pronto, alguien más se acercó y le abrimos las alas. No lo sabía, pero había empezado a quererte. Vestidos grises, abrigos azules, hasta dejaron de parecerme horribles, me veía bien en ellos. Era yo. Mi nombre significaba mucho para vos... y para mí. Me enseñaste que valía, que pertenecía. Que podía mostrarme tal cual era y aún así me aceptarías,  incondicional.

Cada uno de tus rincones, cada baldosa gastada, cada árbol de castañas era mío. Tu salón de actos, con sus cortinados de terciopelo rojo, donde nos convertíamos en damas antiguas, en héroes patrios, en pajaritos. Tu capilla silenciosa, siempre en penumbras apenas traspasadas por el azul de los vitraux. Las lucecitas rojas, el sagrario de oro, en el que mis dioses me esperaban para oír cada una de mis plegarias. Paz, armonía, fortaleza. Nada podía dañarme entre tus muros, estaba a salvo. Mis pies se amoldaron a tus pisos de piedra, las mismas piedras que sostuvieron los pies de mi madre niña.

El último año quisimos revivir la magia de la infancia, y nos disfrazamos de nosotras mismas, pequeñas. Usando tu escenario, viajamos diez años al pasado. Ensayamos mil veces, cantamos, reímos. Llegó el día y todo fue luces y música. Y entonces, frente a los reflectores que me cegaban y alegre como pocas veces había estado, fue que, como un flechazo certero en mi pecho, simplemente lo supe: era el fin, nada te iba a reemplazar. Mi sonrisa pintada se quebró, aunque nadie lo habrá notado. Después, gruesas lágrimas rodaron por nuestras mejillas, no estaba sola, muchas habíamos presentido el golpe. Pero aún te pertenecía y, mientras me contuvieras, nada podría dañarme. Me sentía un ladrillo en un monumento. Indestructible, inmortal.

Al poco tiempo nos reunimos en el antiguo ritual de tu templo, y te llevamos una flor blanca, como habíamos hecho desde siempre. Pero ésta era la última. Escribí un pequeño mensaje de despedida que ya no recuerdo, y lo escondí arrollado en el seno de la flor. Mi alma arrollada en una azucena. Y la dejé a tus pies. Fijé mi vista en un vitraux que había leído mil veces: “Regina martiryum” Reina del martirio, creí entender. Y se grabó a fuego en mis ojos como un presagio.

Al día siguiente, cuando el sol cayó, rostros llorosos y brazos extendidos buscaron mi abrazo. Los mismos rostros que habían crecido conmigo. Los mismos de aquel primer día.

“Se acabó” me dijo alguien que estaba a punto de desaparecer, y me alargó los brazos. Pero los rechacé: estaba demasiado aterrada para llorar.

Me alejé aturdida, desamparada, como un niño que acaba de quedar huérfano. No volví la cabeza para mirar, por última vez, a quienes habían sido mis compañeras de toda la vida. No quise verlas esfumarse y convertirse en nada. Crucé todas tus puertas casi a la carrera, huí despavorida como alma que lleva el diablo. Como si pudiera escapar del fin.

Tu luz cálida acarició mi cara por un instante final, y salí a la intemperie.

Y entre tus muros se quedaron mi niña y sus alas.

Recorrí las calles negras, temblaba, mi pecho ahora indefenso había quedado expuesto. Pero quise creer que seguirías viviendo en mi espíritu, guiándome y sosteniéndome por el camino desconocido que parecía abrirse ante mí.

Me equivoqué: tus portones pesados se habían cerrado para siempre. Ningún camino me esperaba y tampoco podía volver. Había sido arrancada de cuajo, como una rama tierna de un árbol. Sólo me quedaba secarme.

Luché durante años por mi vida en la oscuridad del infierno, sólo iluminada por la tibieza de tu luz en mi memoria. Pero fue inútil, ahora lo sé: lo fuiste todo, morí en el momento en que crucé tu umbral, porque sí era un alma que llevaba el diablo a la tierra de la nada. Mi nombre no volvió a pronunciarse, y entonces dejó de existir. Ningún rastro quedó de mí.

Sólo mi fantasma vaga ahora perdido entre tus muros. Posa su mano invisible en el picaporte de bronce, desgastado por generaciones de pequeñas manos de niñas. Entra sigiloso a tu capilla en penumbras, se sienta en un banco y acaricia la madera lustrada. Fija sus ojos en las luces que titilan trémulas como él, ante un sagrario vacío. Camina en las sombras de tus patios, donde aún cree oír las risas de antaño. Murmura una canción infantil en tu escenario de cortinados rojos. Recuerda sueños rotos esparcidos por tu piso de piedra.

 Y quisiera que, después, mis cenizas alimentaran tus castaños en flor y así permanecer, fundidas en una, hasta que el tiempo se atreva a destruirte y, al fin, lo que quede de mí se desvanezca contigo.

Mi micro mini: Espanto

Mi micro mini: Espanto

-¡¿Qué haces aquí, abuela, si has muerto hace cinco años?!

-¡¿Qué haces tú aquí, niña, si sólo tienes quince años?!

Mi barquito no da abasto...

Desde que casi todos tienen sus sitios personales, veo que hemos dejado algo abandonado este espacio común, un sitio que me permitió compartir textos que no hubieran sido aceptados en atra por ser muy sencillos, más cercanos a páginas de mi diario íntimo que a textos literarios. Y que también me permitió leer a los demás sin tener que hacer largas recorridas por toda la red. Ha sido el lugar de encuentro de los atramentos y amigos que no damos abasto para visitar asiduamente todos los blogs y páginas, que empiezan a hacerse incontables. Me gustaría que siguiéramos poniendo aquí nuestros textos, además de colgarlos en los sitios personales, así no nos perderíamos ninguna perla por navegar en océanos de letras ya demasiado vastos (Es que mi barquito es pequeño y viejecillo) ;)

Dos angelitos

Dos angelitos Una vez tuve un sueño extraño. Fue muy vívido, pero lo recuerdo tan lejano que siento como si hubiera sido en otra vida. Durante muchos años lo había borrado por completo de mi mente, pero ahora ha vuelto y no puedo sacármelo de la cabeza.
Vos y yo éramos dos angelitos en el cielo ¡Ja! ¡Qué tontería! Estábamos en una fila larguísima, en la que miles de angelitos como nosotras esperaban su turno. Sin embargo, avanzaba rápido. Recuerdo que a vos te tocó antes que a mí. Nos dijeron que seríamos niñas, y que nuestra sangre se mezclaba en algún punto del pasado. Una forma un poco rebuscada de decir que seríamos de la familia (nada era muy claro en ese lugar). Así que, antes de que bajaras, nos detuvimos un minuto a charlar. También nos habían dado un papelito doblado, que teníamos terminantemente prohibido mirar. Yo, obediente, hice lo que debía: guardé mi papel en el bolsillo del camisón y ni pensé en verlo, hasta que noté que vos lo estabas desdoblando.
-Yo lo miro- dijiste, encogiéndote de hombros.
-¡Pero eso no es lo que hay que hacer! Tenemos que entregárselo cerrado a la señora de negro que está en... - pero no me dejaste terminar y ya habías abierto tu papel. Te quedaste sorprendida al principio, después te reíste:
-¡Ah, bueno! Siendo así... ¡Menos mal que lo abrí!- y tus ojos brillaron de forma extraña. Entonces no aguanté la tentación y abrí el mío. Vos viste mi papel y yo el tuyo. Y nos miramos. Yo no sé qué cara habré puesto, pero la tuya me quedó grabada: no era de enojo ni mucho menos, era tu expresión pícara y despreocupada de siempre. Era evidente que sabías qué hacer.
En eso estábamos, cuando un señor de barba blanca se nos acercó muy enojado. Nos dijo que, apenas tocáramos la tierra, debíamos olvidar lo que habíamos leído y su significado. Pero vos me miraste de reojo, y supe que no tenías la menor intención de hacerle caso.
Y te tiraste para abajo.
-¡Nos vemos!- me gritaste desde el aire. No esperaste el transporte que debía bajarnos, te tiraste en caída libre y revoloteaste un buen rato usando tus enormes alas, dejándote llevar por el viento y haciendo cabriolas. Flotabas entre las nubes ligera como una pluma, riéndote y disfrutando a pleno del viaje. Yo sacudí la cabeza. No se suponía que bajáramos así. Esperé mi transporte con las alitas bien plegadas y bajé como dios manda.

Ahora que ya te has ido, este sueño está de vueta en mi memoria y puedo ver todo con claridad, especialmente lo que estaba escrito en tu papel. Sólo era un número: treinta y cinco.
Y el mío... el mío... si yo también me hubiera acordado de él... si no lo hubiera olvidado todo apenas toqué la tierra... .

Desengaño

Desde mi concepción se esperaron grandes cosas de mí. Aún recuerdo lo radiante que solía verme, joven e imponente. Nadie quedaba indiferente ante mi porte y belleza. Grandes logros vaticinaba de mi vida que apenas empezaba: prestigio, viajes, fiestas, rodearme de gente importante. Esa fue, creo yo, la causa de mi desgracia. Jamás dudé que todo era posible para mí, ni por un minuto dejé de creer que mi vida sería larga y productiva, llena de aventuras, llena de éxitos. Fue por eso que no dudé en devorar el tiempo, en correr más de lo que debía. Me creí (o me hicieron creer) infalible, inmortal.
Nunca hubiera imaginado que mi existencia sería tan breve como un suspiro, y que pronto me sumiría en la peor de las tragedias. ¡Cuánto brillé! Pero qué corto fue. Y, por tanta expectativa, por tanta fantasía pueril sobre mi fulgurante futuro, mi caída fue aún más estrepitosa. No podía aceptar que me estaba hundiendo en el medio de la nada, en un mundo congelado. Grité por ayuda, pero nadie respondió. Sé que hubo quien me oyó, pero mis gritos fueron ignorados. Nadie creyó que, justamente yo, podría necesitar que me socorrieran. Resistí cuanto pude, pero finalmente me quebré y me hundí en la más profunda oscuridad. Cuánta vida esperé, cuánta vida desperdiciada. Hasta mi nombre me quedó grande, tristemente ridículo, patético en su ironía: Titanic.

Texto basado en imagen

Texto basado en imagen Este es un texto inspirado por una imagen, el de Pelusa también lo fue (si gustan saberlo, el culpable es Jimul!) :P
(las imágenes que puse son similares a las que él propuso, aunque no son las mismas porque no sé cómo pegarlas acá)


Un día muy importante

Valeria se fue a la cama más tarde que de costumbre ese día. Sin embargo, no conseguía conciliar el sueño. Su jefe le había prometido un importante ascenso si lograba cerrar el trato con los japoneses en la compra de los terrenos a su cargo. Y mañana era el gran día. Ya tenía todo planeado, cómo iniciaría la charla, debería sonar segura y relajada. Luego, sutilmente se aseguraría de mostrarles a los extranjeros todas los beneficios que el negocio les acarrearía. Y finalmente, pactaría el precio. De eso dependía todo, de que lograra un buen precio.
Estaba casi segura de que lograría cerrar un buen negocio y, aunque no quería hacer planes aún, no podía evitarlo y por momentos su mente divagaba imaginando lo que sería su vida como vicedirectora de la sucursal más importante de la empresa. No había sido pura suerte, si bien un tío bien posicionado le había conseguido el empleo once años atrás. Había estudiado administración de empresas durante ocho años, se había graduado con honores gracias a todos esos años de estudios agotadores, sin permitirse distracciones que la alejaran de su objetivo. Había hecho cursos de post grado hasta llenar un largo currículum que le había permitido, finalmente, estar a los treinta y ocho años a punto de convertirse en vicedirectora de una de las empresas más importantes de la región. Valeria se hallaba con su autoestima por las nubes. No podía dejar de felicitarse a sí misma por todos esos años de duro trabajo y por su férrea voluntad. Ya habría tiempo luego para formar una familia y todo eso que tan sin cuidado la había tenido hasta ahora. Ya lo había hablado con su novio, y ambos estaban de acuerdo en esperar a lograr el mayor éxito posible en sus carreras antes de casarse. Sabía que el reloj biológico corría y ya no le quedaba mucho tiempo para la maternidad, pero ni ella ni su novio tenían objeción a la adopción. Y, con su situación económico-laboral, sabía que no tendrían problema en conseguir un bebé tan rápido como quisieran.
Todos los detalles del trato con los japoneses ya estaban tan pulidos que no había absolutamente más nada que pensar, así que decidió ocuparse de cosas menos importantes, y algo más gratificantes, como la ropa que usaría al día siguiente. Con los ojos abiertos como dos huevos, y sin el menor atisbo de sueño, se levantó de la cama. No, la falda marfil era algo corta, la azul marino le daría un aspecto más serio, y combinaba perfectamente con la camisa blanca que había lavado y planchado tan cuidadosamente. Se dirigió al ropero, sacó la falda azul y la llevó a la cocina para plancharla. Mientras repasaba cuidadosamente la fina tela, no pudo evitar una sonrisa: seguramente, sería una de las últimas veces que se ocuparía de las tareas de la casa. En cuanto recibiera su primer sueldo de vicedirectora, contrataría una empleada para tales menesteres.
Pero no podía sacarse de la cabeza a los condenados chinos... o japoneses, lo que fuera. Le preocupaba que el traductor no cumpliera bien con su trabajo. Había hablado con él reiterándole hasta hartarlo la importancia de traducir sus palabras con la mayor exactitud posible. Sintió el impulso de un llamado nocturno a Enrique, su novio, para una última conversación antes de su gran día. Miró el reloj: la una y cuarenta de la madrugada. No, no podía ser tan pesada, lo llamaría al día siguiente, cuando ya todo estuviera arreglado. Un escalofrío recorrió su espalda ¿y si salía mal?¿Y si los japoneses no aceptaban el trato? Valeria sacudió la cabeza, y oyó un ligero cric en su cuello. Tenía que relajarse un poco. Llenó la bañera con agua bien caliente y se sumergió, sintiendo todo su cuerpo aflojarse como una gelatina. El suave temblor de sus manos desapareció y, finalmente, se sintió lista para dormir lo poco que le quedaba de noche. Su cuerpo se acomodó en las sábanas de raso y, a los pocos minutos, cayó en un profundo sueño.
El despertador no fue necesario, Valeria ya estaba despierta media hora antes de que sonara. Luego de repasar por vigésima vez todos los papeles y documentos y acomodarlos en su portafolios, se tomó una hora para maquillarse cuidadosamente, acomodar su cabello y vestirse, decidiéndose finalmente por la falda marfil (nada le quedaba mejor). El teléfono sonó justo cuando se disponía a salir.
-Hola, Vale ¿ya vas a ver a los ponjas?- sonó la voz de Enrique en el teléfono.
-Estaba saliendo... - respondió algo nerviosa, lo último que quería era llegar tarde.
-¡Ah!, bueno, ¿salimos a cenar esta noche?
-No sé, esperá, dejame ver cómo sale todo... - su novio había logrado ponerla más nerviosa de lo que ya estaba. Él lo captó enseguida y la dejó en paz con su estrés.
-Bueno, después llamame, beso, chau.
Valeria se subió a su auto y manejó lo más aprisa que pudo hasta el lugar; a pesar de todos los recaudos tomados, iba quince minutos retrasada.
Por fin llegó al sitio acordado, y le volvió el alma al cuerpo al ver que los extranjeros aún no habían llegado, pero reconoció enseguida el auto de Juan, el traductor.
-Ya creía que no llegabas... - le dijo el hombre sin enfado. Eran buenos compañeros.
-Sí, no sé qué hice, se me pasó la hora...
-Mirá, me parece que allá vienen...
Un flamante Mercedes estacionó cerca de ellos, y de él bajaron cuatro japoneses vestidos de impecables trajes y tan acicalados que, uno de ellos, hasta logró impactar a Valeria en una forma que no lo hubiera imaginado.
-No está mal el ponja.... - pensó risueña, pero enseguida sus instintos desaparecieron, dejándola nuevamente presa de sus bien disimulados nervios crispados.
Luego de los correspondientes saludos, se dirigieron a los terrenos y Valeria comenzó, con su más segura y agradable expresión, a dar el discurso introductorio, mientras Juan traducía en las pausas, cuidadosamente estudiadas.
Bastante molesta, notó de pronto que uno de los extranjeros no le estaba prestando la menor atención, en vez, miraba hacia el cielo como un idiota. El tipo seguía mirando, y dijo algo en japonés a uno de sus compañeros, que también se puso a mirar para arriba.
-¿Qué dice?- preguntó exasperada a Juan por lo bajo- ¡No me están dando ni bola!¡Estos chinos son más raros que....

Al día siguiente, una pequeña noticia en el diario, en la sección de curiosidades, informaba la caída de un aerolito de enormes dimensiones en unos terrenos vacíos.
Tres días después, un titular en primera plana anunciaba que los cuerpos de cuatro empresarios extranjeros y dos locales, que eran intensamente buscados desde hacía dos días, habían sido hallados bajo el aerolito.

La verdadera Pelusa

La verdadera Pelusa Ella es la verdadera Pelusa, está bastante más arruinada y vieja que el elefante de la foto que ilustra el texto, pero ya que encontré su foto, no quería dejar de presentárselas. :)

La elefanta Pelusa

La elefanta Pelusa La elefanta Pelusa tiene más de cincuenta años, vive en el zoológico de mi ciudad y ha estado ahí desde que puedo recordar. Siempre ha estado sola en su corral, y tal vez es por eso que le gusta llamar la atención: un día le quitaba la cartera a una señora descuidada y la estiraba como un chicle, otro nos mostraba cómo podía elongar un neumático hasta el doble de su largo con la fuerza de un coloso; pero lo que más disfrutábamos los niños, era llenar su trompa con comida. Y ella no se hacía rogar, apenas algunos visitantes se acercaban a su cerca, comenzaba a pasear su trompa como una mano enfrente de todos, juntaba lo que le dábamos y se lo llevaba a la boca, lo que para mí era increíblemente sorprendente. Me llevó años entender que la trompa era la nariz y no la boca. A Pelusa también la alimentó mi madre de niña, y muchas veces me he preguntado qué tan cierto es eso de la memoria prodigiosa de los elefantes ¿Se acordará de mi madre niña? ¿Me reconocerá a mí ahora? Y más atrás aún ¿Se acordará de África?¿Sabrá Pelusa que, a su edad, ya debería ser la matriarca de un grupo de hembras viajando por las sabanas africanas?¿Recordará su manada?
Ahora, después de cincuenta años, finalmente se han dado cuenta que un elefante no puede comer pan ni galletitas, y han colocado una segunda cerca para que la gente no pueda alimentarla. Pero Pelusa no lo sabe, y continúa paseando su trompa pidiendo comida, aunque ya no puede alcanzarnos. A veces me fijo en su ojo rojo y extraño, que apunta hacia mí como un cíclope. Y vuelvo a preguntarle en silencio ¿Te acuerdas de mí, Pelusa?¿Te acuerdas de una niña parecida a mí, hace medio siglo?¿Te acuerdas de África?
Pelusa pestañea y sus pestañas son tan largas que le cubren todo el ojo, que se clava rojo en los míos. Intento leer en él, pero tal vez me equivoque. Porque la última vez que miré, creí ver a una niña que era yo, alargándole un pan de los que mi abuela guardaba en la cocina, a otra parecida a mí, usando un vestidito de los años cincuenta y, mirando más profundamente, a un tigre y a un guerrero zulú, brillando lejanos en su ojo de fuego.

Algo más psicodélico: El abismo

Algo más psicodélico: El abismo Éste fue mi segundo texto, cuando lo escribí no existía internet, y simplemente estaba guardado entre mis diarios para ser leído sólo por mí. Por eso se puede interpretar de distintas maneras. (Para los antiguos de atra, prometo que el próximo es inédito!)

EL ABISMO

Hubo alguien a quién admiré más de lo que puedo expresar. Conocía todos los misterios de la vida, y me los revelaba con absoluta sencillez.
Para ella, todo era claro y simple: la vida, la muerte, el amor, el odio; todo era blanco o negro, bueno o malo, sin lugar para medias tintas.
Tenía los ojos brillantes y profundos como una noche estrellada, y palpitaba en ellos la intensidad de la vida. Era suave como la brisa y fuerte como la roca, tierna como un ángel y brava como un león. Pendía de su cuello blanco el símbolo de la cruz, y ardía en su corazón el fervor de los antiguos cristianos en sus ritos prohibidos.
Hablaba sólo con la verdad, y callaba lo que no debía decirse.
Podía sentir el brillo de un campo soleado, la intensidad de un atardecer en el mar, la paz de un templo en penumbras. Amaba su vocación, la deslumbraba su tierra, lo daba todo por un amigo.
A nada le temía, porque, me decía, nada hay que temer si uno se sabe justo.
Pecaba a veces de utópica en sus ideales, jamás se detenía a pensar si eran realizables, porque nada parecía imposible para su espíritu desbordante de ímpetu y juventud.
Y es que, quizás, todo lo habría logrado, si sólo hubiera vivido un instante más.
Una noche sin luna, vagaba por lo alto de una colina, meditando, como solía hacerlo, en el sentido trascendente de las cosas, cuando, de pronto, algo crujió bajo sus pies. La tierra empezó a abrirse, y pude verla luchar por su vida mientras se hundía rápidamente.
Desconcertada por lo que veía, me llevó un tiempo reaccionar y abalanzarme hacia ella.
Llegué en el momento exacto en el que la tierra abierta la succionaba hacia un pozo sin fondo. Aplastada contra el piso, extendí cada músculo de mis brazos y llegué a tocar su mano; durante unos segundos, nuestros dedos se entrelazaron, y yo miré dentro de sus ojos sabios en busca de una idea, de algo que me permitiera salvarla. Pero era demasiado tarde: pude ver su rostro contraerse de dolor, pude ver sus uñas destrozarse en un feroz intento por clavarse en la tierra. Recurrí a todas mis fuerzas, pero no logré sostenerla, y tuve que ver cómo se desbarrancaba inexorablemente hacia la negrura más absoluta.
La tierra se cerró rápidamente sobre ella, y yo me quedé tendida en el suelo, incrédula: aquello no podía haber pasado, simplemente, no podía ser real.
Me incorporé como pude y miré a mi alrededor: todo estaba igual, nada había cambiado; la gente seguía peleando y riendo en sus propios mundos, totalmente indiferentes al horror que me envolvía.
Mientras me alejaba del lugar, con la mirada perdida y el pecho oprimido, se apoderó de mi mente la más profunda sensación de irrealidad: eso tenía que ser un sueño; pronto me iba a despertar y ella iba a estar allí, con su eterna sonrisa y sus ojos brillantes, tendiéndome su mano hacia la tierra de los sueños y la vida, como siempre lo había hecho.
Quería despertarme, empecé a correr, pero todo se tornaba cada vez más oscuro, hasta que ya no pude ver ni mis propias manos extendidas; oscuridad total. Me paré en seco, demasiado aterrada para seguir corriendo.
Lentamente, la negrura se tornó en una penumbra gris. No lejos de mí, casi rozándome, otros humanos caminaban en parejas o en pequeños grupos, conversando con naturalidad, incluso alegremente.
Desesperada, me abalancé hacia ellos: "¡La tierra se tragó a mi amiga!", les grité; esperaba que me ayudaran, aunque no me hubiera sorprendido demasiado que no me creyeran, o hasta que se rieran. Pero no hicieron nada de eso, ni ninguna otra cosa. Se limitaron a ignorarme miserablemente, sin siquiera mirarme o detenerse.
Estaba a punto de indignarme, pero, antes de lograrlo, una sensación me atravesó como un viento polar, paralizando mi corazón y helando la sangre en mis venas.
Invadida por el horror más infinito, finalmente lo comprendí: no me estaban ignorando, ellos no podían verme ni oírme. Y no podían porque, apenas unos minutos antes, yo me había desbarrancado inexorablemente hacia el fondo de un abismo.
Y aquí estoy, casi veinte años después, vagando por el mundo como alma en pena, intentando encontrar a alguien que pueda verme y, tal vez, ayudarme a rescatar a mi espíritu de su tumba congelada.

Mi primer texto: El lago

Mi primer texto: El lago El lago fue el primer texto que escribí, (hace unos 4000 años :P) con él debuté en atra, y con él debuto aquí. (a ver cómo me sale!)


EL LAGO

Atardecía. Recostada sobre un sillón, observaba el cielo, de un celeste intenso y sin nubes; no había viento, no hacía frío ni calor, y el zumbido de las chicharras resonaba a lo lejos, dando una sensación de serenidad y quietud estival. Una tarde perfecta, bellísima, intensa, demasiado bella para estar viéndola por una ventana, demasiado ideal para ser ignorada.
De pronto, notó que la perfección era arruinada insensiblemente por una moto que pasaba a toda velocidad, y enseguida pudo oír también el televisor del vecino, que no parecía contentarse con oírlo él solo, y después un auto, y alguien martillando, histerizando. Las chicharras se alejaron y sólo se escuchó el ruido mecánico de una ciudad apurada y artificial.
Entonces se le ocurrió. ¿qué hacía allí, en ese estúpido sillón, sin nada que hacer, desperdiciando una tarde como ésa?. Pensó en un parque soleado, tranquilo, con el pasto verde brillante, con un lago, con árboles y pájaros llenando el aire con sus trinos.
Pero algo le impedía moverse, como poderosos brazos que, saliendo del sillón, no le permitían levantarse. Conocía esos brazos, esa fuerza ; sabía lo que era y decidió, una vez más, quitarle el disfraz.
Entrecerrando los ojos, pudo verse revolviendo en el ropero, vistiéndose y saliendo de la casa; una vez afuera, caminaría dos cuadras hasta la cochera y sacaría el auto.
Ya en medio de la calle, la asaltaría la primera pregunta: ¿a dónde voy?. Se decidiría por un parque de las afueras, el menos concurrido que conocía, y buscaría las calles para llegar.
A mitad de camino, la segunda pregunta, esa maldita pregunta que siempre arruinaba cualquier cosa espontánea que intentaba hacer, haría irrupción en su cerebro sin piedad: ¿pero qué carajo estoy haciendo?. La respuesta era simple: voy a un parque a despejarme. Sí, la respuesta era muy simple....demasiado simple, casi estúpida, decididamente ridícula.
Su cerebro práctico y programado ya no aceptaba esa clase de respuestas; pero se había vestido, había sacado el auto y ya estaba más cerca del parque que de su casa, de modo que, dando la vuelta y regresando, sólo conseguiría sentirse más tonta de lo que ya se estaba empezando a sentir; así que pisaría el acelerador e, intentando quitarse la molesta pregunta de la mente, seguiría adelante.
Finalmente encontraría el parque: pasto amarillento, árboles y un lago. Bajaría del auto y se dirigiría hacia el agua, (porque a eso se suponía que había ido) e intentaría concentrarse en la belleza del paisaje.
Parada en la orilla, pudo ver pequeños círculos concéntricos en la serena superficie del lago, señal de que estaba habitado por mojarritas y otros pequeños peces (panzudos , palometas , viejitas...los nombres aún sonaban en su memoria).
Entonces su mente se alejó velozmente en el tiempo, hasta diez, quince años atrás. Un simple trozo de sedal y un anzuelo hubieran sido suficientes para pasar la mejor tarde del mundo. Pudo sentir la gratificante sensación de arrojar el anzuelo al agua, la mirada expectante y, por fin, la bolla que se hundía, un rápido tirón, y, milagrosamente, un pequeño pez plateado saltando sobre la tierra seca.
De pronto, una estridente voz infantil pareció dirigirse a ella:
-Señora, ¿no quiere unos pescaditos? es que en mi casa no me dejan tenerlos....
¿Señora?. Miró fugazmente a su alrededor: a unos pocos pasos, una niña de diez u once años jugaba con un perro; unos metros más allá, dos niños corrían tras una pelota. Nadie más. Sí, ella era la señora, parada en el borde del lago, con la mirada fija en ninguna parte, fingiendo distraerse, fingiendo disfrutar viendo a otros divertirse.
¿Y qué importaba que esos otros fueran niños? ¿acaso no fue hace tan poco tiempo que ella misma, con el cabello largo y desordenado, correteaba por ese mismo lugar, compadeciendo a los mayores que, estáticos en algún asiento limpio, conversaban distraídamente sobre temas tan aburridos que ni siquiera merecían recordarse?.
-No, querido, no puedo.
Sabía que no habría titubeado en aceptarlos y llevárselos, exultante de entusiasmo, hacía tan poco tiempo...
Hacía poco tiempo también, de repente, un día descubrió que pescar en el lago ya no sólo no la divertía, sino que hasta le causaba repulsión ver el anzuelo clavado en la boca del pobre animalillo. Sus muñecas dejaron de tener vida y se convirtieron en pedazos de plástico inerte, y empezó a sentirse tonta persiguiendo a los gatos o buscando sapos entre los yuyos.
Durante algún tiempo, se había ocultado para jugar, temiendo ser descubierta y tomada por una niña pequeña. Hasta que, finalmente, notó que simplemente ya no le causaba el menor placer.
Todavía recordaba cómo había reemplazado sus juegos por púberes fantasías, durante tres o cuatro años de inocente adolescencia. Después, la nada. Vacío absoluto.
Su alma se había alejado de cualquier forma de auto gratificación, para caer en la áspera aridez de la obligación, del deber, del hacer todo con algún fin práctico y trascendente. Todo acto debía tener una plena justificación racional.
Algún tiempo después, había intentado volver a sentir, pero su mente se había atrofiado, había olvidado completamente cómo hacerlo.
Su pierna derecha le avisó de pronto a su cerebro, con un suave calambre, que ya había sido suficiente. Mecánicamente, ella le echó una preocupada ojeada a su reloj, (aunque no tenía que llegar temprano a ninguna parte) y, levantando la vista, observó el lago: el agua se veía serena y brillante con la luz del crepúsculo, y el sol reflejaba sus últimos rayos dorados sobre las pequeñas olitas que, suavemente, se desplazaban hacia la orilla. Ella quiso embargarse con la sensación del paisaje, pero sólo lo logró a medias, y, como ya no podía seguir parada allí, volvió sobre sus pasos, subió al auto y se alejó.

Lentamente se incorporó de su sillón. El cielo empezaba a tornarse grisáceo y la habitación había quedado en penumbras; todo empezaba a rodearse de esa calma mágica y onírica del crepúsculo, con esa vaga sensación de paz y plenitud que llega naturalmente con el fin del día.
Automáticamente, se acercó a la pared, presionó un interruptor, y la amarillenta luz artificial llenó la habitación de un solo golpe. La magia huyó despavorida, pero, de todos modos, ella ni siquiera la había notado. Se dirigió a la cocina y, mientras ponía la pava en el fuego, miró su reloj: las siete y diez de la tarde.
-Después de todo, menos mal que no se me dio por salir- pensó aliviada- y encendió el televisor.

Entréeeeeeeeeeeee!!!!!!

Entréeeeeeeeeeeee!!!!!! Bravo!!! Bravo!!! entré!!! entré!!!....uy! ¿¿¿y ahora qué hago????
A ver si puedo mandar una foto...